Una vez había terminado su jornada de trabajo, y como cada jueves, Wilfred escapaba de esa ciudad que para él no era otra cosa sino una cárcel de asfalto, rascacielos y suciedad. Odiaba la monotonía que imperaba en su día a día, y todos los fines de semana del año, casi sin excepciones, se exiliaba en esa casita construida con el sudor de su frente hacía relativamente poco. La idea era perfecta para él: por unos días conseguía cambiar radicalmente aquella vida que le estaba matando poco a poco, y podía dedicarse a lo que realmente le gustaba, y más en un día tremendamente tormentoso como era aquel en el que había llegado, relajarse tranquilamente en ese cómodo sofá que adornaba el salón, y leer, ya que, como siempre decía nuestro protagonista: siempre imaginé que el paraíso sería algún tipo de biblioteca.
Como digo, ese jueves en especial le había resultado hasta peligroso llegar a la casa situada prácticamente al borde del acantilado, a través de la intrincada y sinuosa carretera. La lluvia arreciaba de una forma que pocas veces recordaba y su ya antiguo todoterreno ofrecía demasiada resistencia.
Una vez estaba reposando ya dentro de la casa, y observando desde la ventana como parecía que el mundo se iba a acabar esa misma noche, se sumergió en sus pensamientos, como le solía ocurrir con pasmosa asiduidad, y lo primero que le vino a la cabeza fue cuando, aquella misma semana, su jefe le había visto leyendo el periódico en lugar de trabajando en el ordenador realizando esas aburridas tablas de contabilidad. - Me echó una de esas miradas que se reservan para los idiotas de cuarta categoría, pensó Wilfred ante la cara que había puesto su superior cuanto le había cogido en algo radicalmente distinto a lo que debería haber estado haciendo. Pronto despertó de su letargo y se acomodó en el sillón para leer, como solía hacer.